Rompiendo con la herencia de los TCA

Esta historia no empieza conmigo, pero sí termina conmigo. Crecí en una casa donde la comida nunca fue neutra. Donde cada bocado venía con culpa y cada espejo era un juicio.

Crecí entre conversaciones tóxicas sobre la comida, los cuerpos y la supuesta “belleza ideal”. Desde pequeña, escuché frases que se me tatuaron sin querer:
“¿Cómo no lo va a tener loco, con ese cuerpo?”,
“¡Qué mujerón!”,
“Esas piernas, esas nalgas, ¡wow!” y yo «que vieja estoy», «toda flacida», «me dejo el tren».
OSEA… hello. ¿De verdad? Desde niña me estaban diciendo —sin decírmelo directo— que si quería valer algo, si quería tener un buen esposo, si quería que alguien me viera con amor… tenía que ser bonita, delgada, deseable. Esa era la única esencia, el único valor que supuestamente importaba.
Así crecí. Llena de complejos. Nunca era suficiente. Siempre había algo que mejorar, siempre había algo que esconder. Me criticaba el cuerpo, me escondía si subía de peso, y cuando adelgacé muchísimo… también tenía que escuchar:
“Estás muy flaca, deberías engordar un poco”.
Un cuerpo nunca era correcto, nunca era aceptado, nunca era simplemente un cuerpo. Siempre era un proyecto inconcluso, una vitrina para ser vista, juzgada, opinada.
Nunca me sentí cómoda en mi casa. Jamás segura. A veces ni me arreglaba cuando estaba ahí porque no quería que me dijeran “¡qué bonita estás!”, “¡qué delgada!”, “¡qué pelo!”. ¿Y saben por qué? Porque sentía que eso era lo único que veían de mí. Como si yo fuera un objeto escaneado por un radar de belleza constante.
Cuando bajé mucho de peso, también me criticaron. Cuando subí un poco, lo mismo. Vivía en un campo minado de opiniones, donde mi cuerpo era conversación, donde mi presencia era diseccionada.
Me sentía como un pedazo de carne siendo visto, juzgado o criticado.
Y sí, caí en trastornos alimenticios.
Sí, tuve una relación rota con la comida, con mi cuerpo, conmigo misma.
Pero tomé una decisión: romper el patrón.
Decidí que esta historia generacional —porque sí, los TCA son una herencia— no seguiría conmigo.
Decidí que aunque mi familia me ama y siempre ha estado para mí en muchas cosas, eso no significa que justificaré ese comportamiento. Eso no significa que me callaré.
Yo tengo una voz.
Y hoy la uso para decir: no más.
No más silencios.
No más “así ha sido siempre”.
No más repetir sin cuestionar.
No más criar desde la crítica, el cuerpo y la estética como única vara de valor.
Porque a veces solo se necesita una voz para cortar generaciones de trauma, y yo elijo ser esa voz.

Si tú también estás en este proceso, aquí tienes herramientas para poner límites.
No estás loca, no estás exagerando. Si algo te duele, importa. Aprende a decir “eso no se comenta” con firmeza y amor. La primera vez cuesta, pero se puede.
- Cambia el tema sin culpa. Es válido decir “prefiero hablar de otra cosa”.
- No entres en debates. Tu paz no necesita ser explicada.
- Crea espacios seguros. Puedes amar sin exponerte. Puedes honrar sin aceptar lo dañino.
- Valida tu historia. Nadie la vivió como tú.
- Rodéate de personas que te vean completa, no en partes.
- Busca terapia, comunidad, fe, espiritualidad. Todo lo que te sane, abrázalo.
Esta historia no la escribo con rencor. La escribo con fuerza. Porque sanar también es un acto de amor hacia quienes nos criaron sin saber hacerlo mejor. Pero hoy, yo sé.
Y si tú sabes, entonces también puedes parar la cadena.
Tienes el poder.
No estás sola.
No estás rota.
Estás despertando.
Y eso… ya es una revolución
No importa de dónde venimos, importa hacia dónde decidimos caminar. Yo elijo sanar, no repetir.